La casa de los cuadros

la casa de los cuadros 3Era la única casa del pueblo que estaba llena de cuadros. Pequeños, grandes, insignificantes. Rechonchos de trazas. Inmóviles. Carcomidos por el tiempo. Malas copias de sus originales y alguna que otra joyita. Todos fruto de los caprichos del Padre.

Benjamín los odiaba. Ellos y no él protagonizaban las tertulias familiares: “Hay que reparar la casa. Se nos va a caer encima. Es mejor reconstruir. No podemos aparentar que todo luce como nuevo con tantos lienzos de quinta”, suplicaba la Madre. Pero “el viejo” insistía: “Ellos son nuestro patrimonio, me han acompañado durante toda la vida y así será hasta el final de mis días”.

Las paredes de la antigua casona sufrían los achaques del descuido. Los paisajes, bodegones, rostros y abstractos desdibujados no decoraban; encubrían grietas, manchas de años de abandono y apatía. Benjamín vivía deseando fuertes lluvias, un sol que rajara las tablas o un ejército de termitas. Cualquier ayuda que lo dejara mirar, asomarse a la realidad y ver la claridad en alguna parte.

Un día cualquiera, la casa se vino abajo. No hizo falta un terremoto que estremeciera las cimientes y mucho menos una avalancha de rocas bombardeadas desde afuera. No. Fue el propio peso de los cuadros quien haló de ella hasta hacerla escombros.

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